martes, 29 de junio de 2010

Mi café y tú


Ya no quedaba nadie, solo, desde su viejo rincón, miraba el horizonte.
Sus hijos habían crecido y desde que tuvieron oportunidad escaparon de esa mierda de pueblo que a él tanto enamoraba.
Adoraba las mañanas en el porche con una gran taza de café, antes de salir andando hasta la vieja granja.
Su esposa, a media mañana, le llevaba unos bollos recién hechos con otra humeante taza del brebaje al que era adicto, se lo ofrecía y con una preciosa sonrisa le preguntaba, ¿qué tal llevas el día cariño?
El le acariciaba el pelo, y ella ondeaba su cabeza apoyándola en su mano: ahora perfecta, contestaba él.
Ese era el ritual desde el día siguiente a su boda.
Esta mañana, ya no había nadie.
Echó a andar hacia el viejo granero, giró la cabeza a un lado y fijó su mirada en la lápida, desvió su paso, hasta llegar a ella, quitó unas malas hierbas y se quedó absorto observándola, te echo mucho de menos cariño le dijo.
Ya no había nadie, su viejo perro era el único que lo seguía, su única compañía.
Secó las lágrimas de sus arrugados cachetes, echó una cariñosa mirada al perro y prosiguió su camino.
No había dado más de dos pasos cuando tuvo que detenerse, le faltaba el aire y sentía una fuerte opresión en el pecho, pronto se desplomó el perro no paró de ladrar y darle con el morro en la cara, pero no se levantó y entre los últimos suspiros apareció en su rostro una sonrisa.
En ese momento, por fín, dejo de estar solo.

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